
¿Habéis abierto alguna vez una bolsa de pipas y os habéis encontrado una bolsita de gel de sílice? No es nuevo ni raro: este desecante se usa desde hace décadas en productos secos para evitar que la humedad estropee su contenido. Desde zapatos a galletas, pasando por vitaminas, bolsos, cámaras o snacks.
Pero ahora ha pasado algo: la asociación de consumidores OCU lo ha señalado como un posible peligro porque, en su hipótesis, un niño pequeño podría pensar que es un sobre de sabor (tipo pica-pica) y tragárselo. ¿El problema? Ese niño no debería estar comiendo pipas. Y si lo hace, probablemente ya sepa pelarlas y leer.
Todo es legal, todo está rotulado correctamente, pero la alarma está servida. Y con ella, el mensaje: si algo podría llegar a malinterpretarse, aunque no haya evidencias, hay que eliminarlo. No basta con informar o educar. Hay que anticiparse al error improbable, al fallo imaginario.

Este tipo de casos no son una anécdota: son un síntoma. El síntoma de una época donde el miedo ha pasado a ser argumento de diseño, de regulación y de marketing. Donde se nos presenta la hiperprotección como progreso. Y donde el riesgo ya no es algo que gestionamos con sentido común, sino algo que se dramatiza hasta la parálisis.
La ficción del ‘por si acaso’
En ningún momento se ha registrado una ola de intoxicaciones por gel de sílice en bolsas de pipas. No hay estudios, ni informes, ni alertas sanitarias sobre ello. Pero la hipótesis basta. Basta imaginar un caso improbable y amplificarlo. Basta con una frase: “¿y si un niño…?”
La lógica del ‘por si acaso’ lo permite todo. Y no sólo eso, convierte la sospecha en argumento y el miedo en acción normativa. Así, se normaliza la intervención sin necesidad de prueba, y se traslada al ciudadano la carga de la culpa si algo llegara a suceder. Porque ‘ya te lo advertimos’.
La consecuencia no es una sociedad más segura, sino más desconfiada. Más infantilizada. Más dependiente de agentes externos que nos digan qué hacer y cómo hacerlo
Del snack al mapa: diseñar la emoción
Para quien piense que exageramos, bastaría con mirar cómo ha cambiado en los últimos años la forma de presentar algo tan cotidiano como el tiempo en televisión.
¿Recuerdas los mapas meteorológicos de hace una década? Tonos suaves, verdes, amarillos. El rojo se reservaba para situaciones realmente extremas.
Hoy, los mismos 40 grados en Sevilla o Córdoba aparecen envueltos en escalas cromáticas propias de un apocalipsis nuclear: fucsias, morados, negros. No se informa, se dramatiza. No se advierte, se sugiere tragedia.

Y lo curioso es que las temperaturas no han subido radicalmente en comparación con veranos anteriores. Lo que ha cambiado es la escenografía, lo que ha cambiado es la intención comunicativa. No se trata sólo de alertar, se trata de activar una emoción. ¿Y cuál es la emoción más poderosa para moldear conductas? El miedo.
¿Y si el miedo no fuera un error, sino un plan?
Cuando empezamos a observar que el miedo aparece como factor común en muchos discursos (alimentación, salud, clima, energía, tecnología), conviene preguntarse si se trata de una coincidencia… o de una estrategia.
Porque el miedo desactiva la crítica y genera obediencia. Es útil, a corto plazo, es eficaz. Una ciudadanía asustada no cuestiona, acepta. Y es ahí donde el miedo se vuelve rentable, no sólo económicamente, sino políticamente.
🔸 Nos dicen qué comer “por salud”.
🔸 Nos dicen cómo movernos “por el planeta”.
🔸 Nos dicen qué pensar “por el bien común”.
🔸 Nos dicen a qué temer, incluso cuando no hay riesgo real.
Todo bien intencionado, todo perfectamente argumentado y todo difícil de rechazar sin parecer irresponsable.
Pero ¿quién se beneficia?
El marco que lo ampara todo: Hay un marco ideológico que justifica y unifica estos cambios: la Agenda 2030, con sus ODS y sus metas de sostenibilidad, salud y transformación digital. Un plan global que, sobre el papel, parece inofensivo e incluso deseable pero que, en la práctica, ha servido para abrir paso a formas sutiles de control social.
¿Es sostenible imponer sin consultar? ¿Es saludable infantilizar al ciudadano? ¿Es inclusivo decidir por otros lo que pueden o no consumir?
Lo curioso es que la mayoría de estas decisiones no se presentan como imposiciones, sino como cuidados. No son límites, son ‘recomendaciones’. No son restricciones, son ‘nuevas formas de vivir’. Pero todas tienen un punto en común: te colocan en una posición pasiva, obediente, agradecida. Y cuanto más temes, más lo aceptas. Te dicen que renunciar es progresar. Que consumir menos es un logro moral. Que vivir con culpa es un precio justo por la supervivencia colectiva.
¿Y si simplemente volviéramos a pensar?
Este no es un alegato contra la salud, la sostenibilidad ni la conciencia ecológica. Todo eso es necesario. Este es un recordatorio: sin pensamiento crítico, nada de eso vale. Porque si dejamos de hacernos preguntas, aunque molesten, acabamos celebrando nuestra propia renuncia. Y lo peor: creyendo que es libertad. Debemos trabajar nuestra capacidad para razonar, cuestionar y decidir sin miedo.
Hay más en nuestro Substack Gastronomía y Cía A Bocados
Publicamos antes allí que aquí. Si quieres recibir recetas nuevas, trucos de cocina y un poco de cultura gastronómica directamente en tu correo, suscríbete gratis a nuestro Substack.
Y si te conviertes en suscriptor de pago, tendrás ¡contenidos exclusivos!
Suscríbete aquí y recíbelas en tu correo antes que nadie.








1 comentarios
Genial!!