
Hemos leído un interesante artículo en Foodwatch que habla sobre cómo la industria controla nuestro plato y la gran manipulación alimentaria que se está llevando a cabo, algo que condiciona lo que comemos, lo que creemos saber sobre la alimentación e incluso las leyes que se aprueban en la Unión Europea.
Lo que vemos en los supermercados, los productos y sus mensajes, sus etiquetas y sus precios, son sólo la superficie de un sistema que es mucho más profundo y con una gran opacidad. En ese profundidad se encuentra una red de intereses económicos que influyen en los gobiernos, moldea la ciencia, genera el debate público y determina nuestra dieta sin que los consumidores seamos conscientes de ello. El resultado, según la organización de consumidores, es evidente: tenemos un sistema alimentario que enferma a las personas, destruye los ecosistemas y bloquea cualquier intento de llevar a cabo una transformación real.
Según explica Foodwatch, la producción de alimentos genera aproximadamente un tercio de los gases de efecto invernadero del planeta, más de mil millones de personas sufren obesidad, mientras que más de setecientos millones pasan hambre. No se trata de una paradoja casual y tampoco es un fallo del sistema, se trata de la consecuencia lógica de un modelo que fue diseñado para maximizar los beneficios, pero no para garantizar la salud y la sostenibilidad. Sobra comida pero falta justicia, sobran alimentos ultraprocesados, pero falta transparencia, sobra marketing, pero falta más verdad.
Del Pacto Verde Europeo (The European Green Deal) a una rendición ante el lobby de la industria alimentaria
Durante un breve periodo de tiempo la Unión Europea parecía estar dispuesta a cambiar el rumbo con el Green Deal y la Farm to Fork Strategy (Estrategia del Campo a la Mesa). Se prometía una transición hacia un modelo alimentario menos contaminante, con más alimentos vegetales, más justo y científicamente fundamentado, de hecho, la comunidad científica apoyaba esta visión. Organismos independientes, publicaciones internacionales y comisiones como EAT-Lancet destacaban lo mismo, para alimentar al planeta sin destruirlo es imprescindible reducir de forma drástica el consumo de carne y fomentar las alternativas vegetales.
Pero cuando las recomendaciones científicas empezaron a amenazar intereses de la industria agroalimentaria, se inició una contraofensiva. El lobby agroganadero intensificó su presión en los despachos europeos provocando un cambio en la deriva política. Un ejemplo que se puede citar es la votación del Parlamento Europeo para prohibir que los alimentos alternativos basados en ingredientes vegetales, usaran términos como “hamburguesa” o “salchicha”, considerándose este paso como el símbolo más grotesco de esta victoria corporativa.

Se trata de una medida sin impacto real en los problemas del sistema, pero muy útil como cortina de humo. La excusa oficial era evitar la confusión de los consumidores, pero el propio estudio citado por Foodwatch y elaborado por BEUC (Organización Europea de Consumidores) desmonta ese argumento al constatar que un 70% de los europeos entiende perfectamente qué es una hamburguesa vegetal, lo que demuestra que no se trata de un problema de claridad, se trata de un problema de competencia.
Claro, que la industria agroalimentaria sabe que el mayor peligro para sus intereses no son las organizaciones no gubernamentales ni los consumidores críticos, su mayor peligro es la ciencia independiente. Por eso, desde hace años ha trasladado la batalla al terreno científico y no para refutar los datos, el objetivo ha sido contaminarlos. Según la investigación recogida por Foodwatch, los lobbies han perfeccionado una estrategia que en su momento usaron las tabacaleras y posteriormente las petroleras. Se trata de comprar dudas, es decir, cuando la evidencia es clara no intentan demostrar lo contrario, pero sí intentan sembrar confusión.
Sobre el caso de la comisión EAT-Lancet hay que decir que es paradigmático, en el informe que presentaron en 2019 (y actualizado en 2025) se proponía una dieta mundial o planetaria basada principalmente en alimentos vegetales, algo que desató una campaña organizada para desacreditar las conclusiones del informe, donde el objetivo no era debatir, era intoxicar. En las redes sociales aparecieron hashtags como #Yes2Meat o #MeatHeals, que estaban apoyados por influencers que estaban afiliados a la industria agroalimentaria, por pseudoexpertos e incluso por científicos que estaban financiados por el sector. Se lanzaron dudas emocionales, identitarias y pseudocientíficas, todo un conjunto diseñado para frenar posibles cambios políticos, por lo que la conclusión es que no existe un debate real basado en evidencias, sino una guerra de relatos.
Universidades bajo presión, la ciencia que se alquila
Lo más inquietante del conjunto no es la presión política, sino la presión institucional, y así se menciona en el informe de Foodwatch sobre integridad científica, en el que denuncia que muchas universidades y centros de investigación dependen cada vez más del dinero corporativo. Esto no se traduce en modificar datos a mano, sino en algo más sutil y peligroso como es el influir en las preguntas que se investigan.

Si las empresas financian los estudios, pueden decidir el enfoque y así se investiga cómo producir más carne con menos emisiones, pero no si el planeta necesita menos ganadería. Se analizan los edulcorantes como el aspartamo bajo marcos que minimizan los riesgos. Se ha modificado el etiquetado Nutri-Score durante toda su etapa para que no perjudique a determinados alimentos ultraprocesados, y se programa la ciencia para que no cuestione el sistema y lo optimice.
Este modelo convierte a la investigación en rehén de la financiación y transforma a la industria en editora invisible del conocimiento. La razón última de todo este entramado es concreta, frenar las regulaciones, ya que cada año que pasa sin leyes más estrictas, se traduce en un año de beneficios asegurados. Por ello, la industria no necesita tener razón ni demostrar que la ciencia está equivocada, sólo necesita crear la sensación de que no existe consenso, cuestión suficiente para que los legisladores se bloquen, los medios se dividan y la población desconfíe.
Mientras ocurre esto, la obesidad aumenta, la diabetes se dispara, el planeta paga la factura, aumenta el número de alimentos ultraprocesados en los lineales de los supermercados… No gana la libertad de elección, gana la confusión inducida.
Foodwatch comenta que al final, la gran manipulación alimentaria no es un problema médico ni agrícola, se trata de un problema democrático. La ciencia se compra, la verdad se privatiza, los parlamentos legislan bajo presión, la soberanía alimentaria desaparece, el consumidor sólo recibe propaganda disfrazada de información y la libertad de elección es ficticia. Debemos exigir que se recupere la transparencia, blindar la ciencia y devolver el control del sistema alimentario a la ciudadanía. La alimentación no puede seguir definiéndose en los laboratorios corporativos, en los despachos de un lobby o a través de agencias capturadas, ya que lo que está en juego no es un menú, es el modelo de la sociedad.
La organización concluye que comer es un acto biológico, pero decidir qué se produce, qué se investiga y qué se permite es un acto político, y mientras esas decisiones estén capturadas por quienes se benefician, no habrá transición posible. En este artículo de la página de Foodwatch podréis conocer más detalles de la denuncia, y en este documento (Pdf) titulado “Detengamos la venta de la ciencia. Integridad científica en la investigación alimentaria”, más detalles sobre la investigación.
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