
Un día decides probar un chorrito de salsa de soja en la tortilla, sólo por curiosidad. Y en el momento en el que la pruebas, sabes que algo ha cambiado. Ya no es sólo un condimento de la cocina asiática o una botella olvidada en la despensa tras aquel primer arroz tres delicias casero. La salsa de soja empieza a formar parte de tu forma de cocinar.
A mí me pasó así hace años. Y no fue por moda, ni por tradición. En aquel entonces, ni siquiera sabía que en la cocina asiática la salsa de soja se utilizaba más allá de unos cuantos salteados de pollo, ternera, gambas… ya sabéis, en la era de los primeros restaurantes chinos en España. Pero mi intuición me llevó a entender su lógica: la del sabor profundo, del equilibrio, del umami que no impone, pero transforma.
La salsa de soja lleva siglos aportando sabor, color, equilibrio y profundidad a platos de medio mundo. Pero no fue hasta hace unas pocas décadas que empezó a colarse en las cocinas occidentales con naturalidad. Al principio nos acercamos con torpeza, confundiéndola con un aliño genérico, usándola sin criterio, echándola en casi todo ‘porque da sabor’, o en casi nada ‘porque da demasiado sabor’.

Pero, poco a poco, se ha ganado un sitio en nuestra cocina, lo ha hecho sin pedir permiso. Y que ahora sea un aderezo habitual, no significa que la conozcamos bien. Así que hay que poner interés para que nuestra despensa no sea sólo una colección de productos, sino una declaración de intenciones. Cocinamos con intención.
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Crédito imágenes | Depositphotos







