
No se nos ocurre mejor forma de inaugurar el congreso Andorra Taste 2025 que con las palabras y la maestría de un cocinero como Luis Lera. El miércoles 17 de septiembre tuvimos el privilegio de asistir a la ponencia de este chef, un genio de la cocina rural que ha puesto en el mapa gastronómico de España a Castroverde de Campos, Zamora, con su restaurante Lera, reconocido con una estrella Michelin y dos Soles Repsol.
Su presencia en un congreso dedicado a la alta montaña fue, sin duda, una de las grandes lecciones del día, demostrando que la autenticidad y el respeto por el producto no conocen de alturas. De hecho, la presentación de Carme Gasull lo situó como un referente nacional de la cocina cinegética y subrayó una idea que después vertebró toda su charla: gastronomía, cultura y caza como un mismo lenguaje.
Luis Lera salió al escenario con Ricardo Lorenzo, miembro de su equipo, y puso el foco en algo muy concreto: cómo actualizar técnicas de subsistencia de la meseta y llevarlas, con elegancia y ligereza, a un restaurante. Nada de artificio: método, memoria y un trabajo fino sobre piezas y procesos.
Aligerar la caza: de la tradición al plato contemporáneo
Una de las primeras afirmaciones del chef zamorano fue clara: la caza ha avanzado poco en el imaginario culinario moderno, era el momento de aligerarla. No para borrar su carácter, sino para hacerla sutil y digerible sin perder raíces. De ahí su forma de trabajar: recoger técnicas con arraigo cultural y ajustarlas para que el resultado tenga un camino elegante en boca.
El primer desarrollo técnico giró en torno a piezas de animales de montaña (habló de rebeco y muflón) y de cómo trasladar la idea de la cecina sin caer en sabores ranciados. El esquema que compartió, paso a paso, fue éste:
Salado inicial de la pierna (habló de un entorno de 24 horas).
Secado (preferentemente en invierno) y, cuando no hay secadero, al aire con un ventilador frío para homogeneizar el proceso.
Adobo tradicional de su zona: aceite, ajo, orégano y pimentón. El objetivo no es “tapar”, sino aligerar ese recuerdo del pimentón y la grasa sin perder identidad.
Segundo secado breve para que escurra.
Ahumado con encina húmeda (y a veces sarmiento), especialmente para piezas grandes.
Cocción posterior en olla exprés con abundante verdura, unas dos horas y media como referencia, para proteger fibras y evitar sequedad.
Con esa base, montaron un plato donde la carne se servía con acelga y un puré de patata nueva bien ligado. Nos quedamos con la intención mientras imaginamos la degustación: textura jugosa, sabor limpio y memoria de la técnica.

Casquería de jabalí: lengua y hocico, del descarte a la elegancia
El segundo gran bloque fue una declaración de principios: aprovechar lo que se tiraba. Lera contó cómo, trabajando jabalí, pasaron de usar piernas, lomos y solomillos a mirar piezas olvidadas. La lengua fue la primera sorpresa: fina, sutil y ligera. Las han trabajado guisadas, escabechadas y fritas, y reivindicó su elegancia cuando se trata bien.
El hocico de jabalí fue el reto mayor. Compartimos aquí el procedimiento de limpieza y cocción que explicaron, porque es oro para cocina profesional y doméstica curiosa:
Chamuscar el exterior cinco o seis veces, lavando entre cada pasada, hasta retirar pelo e impurezas.
Hervor corto en agua, sal y vinagre, volver a lavar, y repetir el proceso hasta lograr una limpieza impecable.
Cocción en olla exprés con mucha verdura durante unas 2 horas y media. Al enfriar, pelar (advirtió que la piel sale durísima, “como cuero”).
A partir de ahí, varias salidas posibles: a la plancha, fritos o en salsa de guiso. En la demostración, como podéis ver en el vídeo de la ponencia, propuso una salsa de tomate reducida con un toque de vinagre y los hocicos de jabalí pasados por la plancha.
Salsas que equilibran la potencia de la caza
Hubo un detalle técnico muy interesante en la parte de lenguas: para evitar que la potencia grasa se imponga, montan un pil pil de cebolla mollar, una cebolla muy acuosa y sabrosa de su zona, con su propia agua y un caldo reducido de tripas de bacalao, emulsionado con un poco de aceite de girasol.
Añaden nuez moscada y rematan con puntos salinos que rompen la línea del plato: habló de almendrucos fermentados (agua y sal) y, en esta versión, de una ostra cuya agua sirve además para ligar el escabeche. Para terminar, brotes punzantes como la mostaza o la capuchina.

Más que una exhibición, Luis Lera ofreció criterio aplicado: Actualizar técnicas ancestrales como el salado, secado, adobo, ahumado y escabeche, con rigor y propósito; aprovechar integralmente el animal, dignificando la casquería y los cortes menos nobles; buscar ligereza en la caza: sabores nítidos, textura amable, digestión fácil: aceptar la temporalidad real: la cocina de territorio depende de lo que hay; el menú se mueve con la disponibilidad; pensar la salsa como herramienta de equilibrio, no sólo como acompañamiento.
Y esta gran verdad:
Hay veces que buscamos texturas excesivamente blandas, creo que, si seguimos así, acabaremos comiendo pures todos, porque es verdad que nos hemos acostumbrado a que todo tiene una textura suave, liviana y sutil. Y hay veces que hay animales que por mucho que luches ahí, tienen mordida y hay que masticar.
Una vez más, el chef del restaurante Lera pone la técnica al servicio de la memoria, y memoria afinada para que llegue limpia al comensal. La meseta no se disfraza, se afina. Y cuando eso sucede (lo vimos en una pierna ahumada y bien cocida, en una lengua escabechada que se vuelve sutil, en un hocico que pasa de descarte a bocado delicado), la cocina vuelve a ser lo que debe: oficio, cultura y sabor.







