
En cualquier mesa, hay una pregunta que alguna vez ha surgido con una sonrisa: «¿Esto es como una pizza, no?». Y así, el debate inevitable se enciende: ¿qué fue primero, la pizza napolitana con su tomate y mozzarella, o la coca catalana con su escalivada? Pero quizás la verdadera pregunta no es quién inventó qué, sino qué nos cuenta ese gesto tan antiguo y universal de poner algo encima de una masa y meterlo al horno.
Porque, en realidad, esa acción une a las culturas mediterráneas desde hace siglos. Desde Beirut hasta Mallorca, desde Nápoles hasta Lleida, existe un conocimiento compartido: con masa, un horno caliente y lo que haya en la despensa, se puede preparar una comida sabrosa, completa, incluso festiva. Y, a menudo, inolvidable.
Mucho antes de que existieran los recetarios, ya se cocían panes planos sobre piedras calientes. En el antiguo Egipto se hacían panes planos fermentados; en Grecia y Roma existían elaboraciones como el placenta o el libum (masas cocidas con miel, queso, hierbas o aceite) y en Persia los soldados usaban los escudos como planchas improvisadas para cocer su pan fino.
En todas partes el gesto era el mismo: aprovechar el fuego y hacer del pan algo más. Poner ‘algo encima’ no era un lujo ni una invención, sino un reflejo de ingenio cotidiano. Y ese gesto primitivo y funcional, masa + guarnición, es el que ha llegado hasta nosotros en forma de pizza, coca, focaccia, pissaladière, man’oushe, lahmacun o pita. Un verdadero idioma culinario compartido en la gastronomía mediterránea.

La palabra coca proviene del franco koek (de donde viene también «cake» en inglés o «kuchen» en alemán), y entró en la lengua catalana alrededor de los siglos VIII-IX, durante la influencia carolingia. Con el tiempo, pasó a designar masas planas horneadas que podían ser dulces (como las cocas de San Juan) o saladas (como las cocas de recapte, de cebolla, de embutido…).
No eran elaboraciones nobles ni sofisticadas, sino platos del pueblo cocinados con lo que se tenía a mano: azúcar, grasa, fruta, sardinas, pimientos asados, longaniza… Aparecen documentadas en Cataluña desde el siglo XIII, y durante siglos formaron parte de la alimentación habitual, tanto en celebraciones como en las comidas diarias.
Los hornos comunales aprovechaban el calor inicial o final del día para cocer estas cocas antes o después del pan, cuando el horno aún no estaba a su temperatura máxima o ya bajaba. En muchos pueblos se decía que cocer una coca costaba menos que cocer una hogaza de pan. Y eso también nos dice algo: la coca era humilde, pero gustosa. Y, sobre todo, compartida.
La Coca de Recapte: Ingenio y sabor de la cocina de aprovechamiento
La coca de recapte es una de las expresiones más emblemáticas de esta cultura del aprovechamiento en la cocina catalana. La palabra “recapte” en catalán hace referencia a las provisiones, a lo que se ha reunido o recolectado para comer durante el día. Y eso es, precisamente, lo que se colocaba sobre la masa: cebolla escalivada, pimientos, berenjena, sardina salada, longaniza, un poco de ajo, un buen aceite… ¡Un festival de sabor con lo que había!

En comarcas como el Segrià, las Garrigues o el Camp de Tarragona, durante siglos muchas familias no tenían horno en casa. Las mujeres amasaban el pan y llevaban su recapte al horno del pueblo, donde el panadero, que conocía las costumbres de cada casa, moldeaba la masa, doblaba los bordes para que no se escaparan los jugos y horneaba las cocas con el calor sobrante del horno.
Se cuenta que en Lleida, a principios del siglo XX, la panadería Escolà fue de las primeras en vender cocas de recapte individuales, populares en ferias, mercados y fiestas. Y que en muchos pueblos, si una coca olía a sardina, era porque ese día se celebraba algo. Hay quien dice que el primer trozo se comía todavía de pie, en la puerta del horno, con los dedos ardiendo, antes de llegar a casa. ¡Una imagen que nos transporta a la rica historia gastronómica de la región!
¿Y la pizza en esta historia de panes planos?
La pizza moderna no nace hasta mucho más tarde. El tomate llegó a Europa tras el descubrimiento de América, pero no se convirtió en alimento habitual hasta el siglo XVIII. Durante mucho tiempo se consideró una planta ornamental o incluso venenosa.
La famosa Pizza Margherita no se inventó hasta 1889, cuando el pizzaiolo Raffaele Esposito preparó una pizza con los colores de la bandera italiana para la reina Margarita de Saboya. Así que, aunque deliciosa, la pizza tal como hoy la conocemos no tiene más de dos siglos de historia. Mientras tanto, en Cataluña, la coca ya llevaba al menos cinco siglos en los hornos.

Decir que la coca es anterior a la pizza no es una cuestión de orgullo nacional, sino de contexto. Ambas forman parte de una misma lógica ancestral: convertir el pan en algo más. Una comida en sí misma. Un ritual. Una forma de reunión.
La coca, además, sigue siendo hoy ese mismo plato cambiante y vivo: hay cocas de samfaina, de butifarra, de sobrasada con miel, de cebolla confitada y queso de cabra… No hay una receta única, sino una forma de mirar el alimento con respeto, creatividad y sentido común. Es la esencia de la cocina de aprovechamiento llevada a su máxima expresión.
Si la cocina es una forma de contar la historia, la coca es uno de nuestros relatos más antiguos. No habla de reinas ni de batallas, sino de mujeres que escalivaban verduras junto al fuego, de hornos encendidos al amanecer, de panaderos que sabían interpretar una masa por su tacto y su olor. La coca es memoria horneada. Es tradición cotidiana. Es prueba de que con poco se puede hacer mucho. Y que, a veces, el verdadero lujo es tener un horno, una cebolla y alguien con quien compartirla.
Aunque hoy aparezca en panaderías de diseño o en cartas de restaurantes, la esencia de la coca sigue siendo la misma: nació del rescoldo, del ingenio, y sigue oliendo a hogar.
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