El origen y la composición del kéfir entrelazan historia, tradición y biología de una forma tan fascinante que ha captado la atención tanto de científicos como de amantes de los fermentos. Aunque hoy es común encontrar kéfir en hogares de todo el mundo, su origen es remoto y casi mítico. Tradicionalmente, se vincula a los antiguos pueblos del Cáucaso (entre Europa del Este y Asia Occidental), quienes lo consideraban un verdadero tesoro familiar.
En esa zona geográfica es donde, según la tradición, surgieron los primeros nódulos. Su secreto de producción no es el resultado de una receta formulada, sino el fruto de un proceso natural desarrollado lentamente a lo largo de los siglos. Al mirar un grano de kéfir por primera vez, se aprecia una pequeña bolita blanca, suave por fuera y esponjosa por dentro; sin embargo, tras esa apariencia sencilla se encierra un ecosistema muy complejo.
Los granos o nódulos de kéfir no son un hongo ni un único organismo, son una comunidad simbiótica formada por bacterias lácticas, levaduras y bacterias acéticas que conviven en mutua cooperación dentro de una matriz gelatinosa conocida como kefirán. Esta matriz, producida principalmente por bacterias lácticas como Lactobacillus kefiranofaciens, funciona como un soporte estructural que protege a los microorganismos, mantiene el equilibrio entre ellos y les permite sobrevivir, reproducirse y fermentar la leche de un modo único.
La composición microbiana de los granos incluye bacterias como Lactobacillus kefiri, Lactococcus lactis o Leuconostoc mesenteroides, encargadas de transformar la lactosa en ácido láctico y de desarrollar la textura suave y el sabor ligeramente ácido que caracteriza al kéfir. Junto a estas cepas bacterianas actúan levaduras como Kluyveromyces marxianus y Saccharomyces cerevisiae, que producen pequeñas cantidades de alcohol y dióxido de carbono y aportan la ligera carbonatación natural de la bebida.
Las bacterias acéticas completan el ecosistema transformando parte de ese alcohol en ácido acético, contribuyendo a un aroma más complejo. Este conjunto microbiano no aparece de manera espontánea en cualquier entorno: es el resultado de una evolución simbiótica extremadamente delicada que, hasta ahora, la ciencia no ha conseguido reproducir desde cero en un laboratorio.
Historia de los granos de kéfir
Sin duda, la historia de los granos de kéfir es sorprendente aunque no se conoce exactamente, se creía que aparecieron de forma natural cuando los pastores del Cáucaso almacenaban leche fresca en odres de piel sin esterilizar, en un entorno rico en microorganismos ambientales. La repetición constante de llenar los odres durante siglos, dejar fermentar la leche, consumirla y volver a llenar estos odres, creó las condiciones ideales para que las bacterias y las levaduras consolidaran una comunidad estable que finalmente, origino la matriz sólida de los granos.
Para los pueblos de la región del Cáucaso estos nódulos eran un regalo, algunos los consideraban “granos del Profeta” y creían que perderlos podía traerles la desgracia, por lo que eran transmitidos con sumo cuidado de padres a hijos. No fue hasta el siglo XIX y principios del XX que los granos comenzaron a expandirse fuera de la región del Cáucaso, una vez que los granos llegaron a otros lugares del mundo, se adaptaron a cada región. La composición microbiana de los granos puede variar ligeramente según el tipo de leche, la temperatura y las condiciones ambientales, lo que hace que cada kéfir tenga, por decirlo así, su propia ‘personalidad’. Algunas variantes del kéfir resultan más cremosas, otras más efervescentes, otras más ácidas o suaves, se trata de una diversidad que es parte del encanto del kéfir, por lo que cada fermento es una versión viva y cambiante de una antigua tradición.
Por cierto, hemos hablado del origen como un posible supuesto, y la razón es que el año pasado, arqueólogos en la cuenca del Tarim (noroeste de China), descubrieron el queso kéfir más antiguo del mundo con una antigüedad de más de 3.600 años. Este descubrimiento en la región de China podría cambiar el relato de su origen, ya que las pruebas genéticas realizadas han relacionado las bacterias del antiguo queso kéfir, con cepas de bacterias y levaduras tibetanas, lo que sugiere que la cultura del kéfir ha existido en Xinjiang desde la Edad del Bronce (entre el 3300 a.C. y el 1200 a.C).
El interés por el kéfir se incrementó aún más cuando se empezaron a estudiar sus beneficios, los investigadores comprobaron que su abundancia de microorganismos vivos beneficia a la salud intestinal, mejora la digestión y favorece un sistema inmunológico equilibrado. Su riqueza en vitaminas del grupo B, minerales, péptidos y compuestos bioactivos derivados de la fermentación, lo convierte en un alimento funcional de alto valor, por lo que es interesante que sea parte de una dieta equilibrada que favorezca al bienestar general.
Además del valor nutricional, el kéfir destaca por su versatilidad culinaria, beberlo directamente es la opción más simple, pero también se puede transformar en batidos probióticos mezclándolo con frutas, avena o miel. Una opción popular es dejar que el kéfir escurra lentamente sobre una tela o colador fino dentro de la nevera, dando como resultado una crema espesa similar al yogur griego que es perfecta para salsas, desayunos y dips. Se puede mezclar con pepino rallado, ajo y un chorrito de aceite, para obtener una salsa fresca ideal para acompañar carnes y ensaladas.
Para los que buscan una variante sin lácteos la alternativa es el kéfir de agua, en vez de leche se utiliza agua filtrada con azúcar, trozos de limón y frutas deshidratadas como, por ejemplo, los higos o las pasas. Los granos de kéfir de agua (son distintos a los de leche) fermentan la mezcla y producen una bebida que es ligeramente carbonatada, pero una segunda fermentación con jengibre, frambuesas o rodajas de cítricos, realza el sabor y aumenta la efervescencia creando un refresco natural que es muy apreciado.
Como todo organismo vivo el kéfir requiere de cuidados, a veces la leche se separa en cuajada y suero, debido a unas temperaturas elevadas o a un tiempo de fermentación excesivamente prolongado. Reducir las horas de reposo o trasladar los granos a un lugar más fresco corrige este problema. Si el kéfir queda excesivamente ácido, basta con colarlo antes o aumentar un poco la cantidad de leche, un aroma demasiado fuerte puede indicar que hay un predominio temporal de las levaduras, si es el caso, hay que dejar los granos reposando en la nevera durante unos días para permitir que el equilibrio microbiano se recupere.
Cuando se observa que los granos no crecen, quiere decir que se necesita leche más nutritiva o temperaturas más templadas, y si desarrollan una textura babosa se debe a un desequilibrio pasajero que se corrige fácilmente alimentando los granos de forma regular con leche fresca y en un ambiente adecuado.
Se podría decir que el kéfir es una alianza entre las personas y los microorganismos, una simbiosis que no requiere grandes técnicas o utensilios específicos, sólo limpieza y constancia. A cambio obtenemos una bebida que nutre nuestro organismo y nos conecta con una tradición milenaria que ha viajado de generación en generación. Esto nos debe hacer pensar, y es que al cultivar kéfir en casa, nos convertimos en herederos de un legado antiguo (sea de China o el Cáucaso) que sigue vivo en cada grano que fermenta y en cada vaso que de la bebida que disfrutamos.
En próximas entregas entraremos en la parte más práctica para hacer nuestro propio kéfir en casa: cómo cuidar los nódulos, qué errores evitar, cómo adaptar el kéfir a nuestra forma de comer y de qué maneras puede integrarse en una cocina cotidiana que cocina con intención.
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