Más que una simple receta, las migas son la gramática de la escasez: la obligación moral de honrar el pan, de transformarlo y de lograr que el alimento más básico dé de sí hasta el último mendrugo. Su historia es una travesía fascinante que empieza mucho antes de los pastores de La Mancha y que nos habla, en el fondo, de la propia historia de la alimentación en la Península.
El plato nace del gesto más humilde: pan duro, la grasa que se tenga a mano, ajo y el fuego paciente. Un catálogo de ingredientes casi austero, pero no te dejes engañar por esa sencillez. Lo que sucede en esa sartén de hierro, donde el pan viejo renace entre el crepitar de la grasa y el aroma a ajo tostándose, es un acto de alquimia culinaria. No es sólo un plato, sino la constatación de que la necesidad y la astucia transformaron el pan en energía comunitaria.
Antes de ser migas: pan, grasa y caldo
Cuando los romanos llegan a Hispania, los pueblos celtíberos ya consumían pan fermentado, pero no aparece registrado el uso de ese pan como ingrediente principal de platos como las migas.
En la cocina romana sí encontramos preparaciones que se le parecen: rebanadas o trozos de pan remojados, salteados en grasa y mezclados con fragmentos de carne. No son aún las migas de pastor tal y como las entendemos hoy, pero sí son parientes lejanos de muchas otras cosas: ciertas sopas de pan, algunos guisos espesados con pan e incluso platos dulces posteriores como las torrijas, que comparten la misma lógica de aprovechar pan viejo remojándolo y sometiéndolo de nuevo al calor, aunque evolucionen en dirección distinta.
La idea de fondo es esta: el pan viejo no se tira; se transforma en plato caliente, contundente y reconfortante.
En el Mediterráneo antiguo ya existía esa lógica de reaprovechar el pan en guisos y preparaciones de cuchara. Las migas, siglos después, son una de las cristalizaciones más claras de ese modo de pensar la cocina.
El giro andalusí: del tharid a las primeras migas “escritas”
El paso decisivo en la historia de las migas llega con Al-Ándalus. La invasión árabe trae nuevas maneras de trabajar el pan y los cereales y, con ellas, un plato clave: el tharid (o tharîd), un guiso o ensopado que la tradición islámica presenta como el favorito del profeta Mahoma y que aparece citado en varios hadices.
El tharid andalusí se describe como un estofado de cordero en el que se sumergen trozos de pan candeal hasta que la mezcla espesa. En un manuscrito almohade del siglo XIII, traducido por el arabista Ambrosio Huici Miranda, aparecen varias recetas de tharid y de un “alcuzcuz con migas de pan”, donde esas migas se cocinan al vapor de forma similar al cuscús, es decir, se “vaporizan” sobre el guiso y se enriquecen después con grasa animal o aceite.
Aquí ya tenemos casi todos los elementos que hoy asociamos a las migas: pan candeal troceado, humedecido en caldo o estofado, tratado al calor y enriquecido con grasa. Es importante saber que no se trataba de un plato humilde. Las fuentes lo sitúan como obsequio para invitados distinguidos, bocado de casas acomodadas andalusíes, no de pastores anónimos.
Otra referencia fundamental llega también en el siglo XII: el médico sevillano Ibn Zuhr (Avenzoar), en su Kitāb al-Ağḏiya (Libro de los alimentos), recomienda una preparación en la que se mojan migas de pan en leche y se fríen en aceite, indicando incluso que el fuego debe ser intenso y que el tostado mejora la digestión.
Es, prácticamente, una descripción técnica de unas migas rudimentarias: pan migado, un líquido que humedece (en este caso leche) y una grasa de cocción.
De mesa andalusí a comida de pastores
Con la caída del poder andalusí y el avance de los reinos cristianos, esa familia de platos basados en pan migado, caldo y grasa no desaparece, pero cambia de contexto.
Los estudios actuales sobre la historia de las migas, como el de Francisco Abad Alegría, hablan de un “clásico popular de remoto origen árabe”: una preparación que nacería en la cocina andalusí y que, con el tiempo, se iría cristianizando y ruralizando. Y aquí conviene explicitar algo que en historia de la alimentación se repite una y otra vez:
Es habitual que técnicas y platos de aprovechamiento nacidos en las élites se simplifiquen y se adapten a las clases populares, o que fórmulas muy parecidas surjan en paralelo por pura necesidad. Ese es el camino que acabaron tomando las migas: conservaron la estructura pan + líquido + grasa, pero cambiaron de manos, de paisaje y de relato.
En los territorios cristianos la estructura del plato se mantiene, pero se reinterpreta. El pan sigue siendo la base, la grasa pasa a ser, sobre todo, la del cerdo, se incorporan torreznos, panceta, chorizo… El resultado se carga de simbolismo: un plato que incluye abundante cerdo funciona como declaración de identidad frente a judíos y musulmanes.
Poco a poco, las migas van dejando atrás su aura de guiso refinado para convertirse en comida de campo, de pastores y gañanes. Se ligan a la trashumancia y a las rutas de la Mesta, a las cuadrillas de siega y de vendimia, a las matanzas y jornadas de caza, a esa España que necesitaba mucha energía con muy pocos recursos.
En esa época se aplican apelativos al nombre de este plato, que siguen vivos a día de hoy, seguro que más de uno te suena: migas de pastor, migas ruleras, migas canas, migas de gañán…
Cuando las migas entran en los libros
Durante siglos, las migas se mueven más por ventas, cortijos y chozos de pastores que por los recetarios de prestigio. Aun así, hay algunas paradas importantes en la letra impresa.
En el siglo XVII, el cocinero real Francisco Martínez Montiño, al servicio de Felipe II y sus sucesores, incluye en su Arte de cocina, pastelería, bizcochería y conservería varias recetas de migas: “migas de leche”, “migas de natas”, “migas de gato”… Preparaciones a base de pan migado, lácteos y grasa que recuerdan que el gesto de freír pan en grasa también tenía versión cortesana.
Más tarde, ya a finales del siglo XIX y principios del XX, la escritora y gastrónoma Emilia Pardo Bazán rescata las célebres “migas de la Academia”, las que se servían de forma habitual en la Academia Militar de Toledo como alimento típico de la milicia española.
Esa mención es muy valiosa por dos motivos: sitúa las migas como plato institucional (no sólo de chozo y vendimia, también de cuartel), las vincula a la idea de desayuno fuerte, de plato para aguantar jornadas físicas exigentes.
En paralelo, textos y recopilaciones de cocina regional de los siglos XIX y XX empiezan a recoger variantes de migas castellanas, aragonesas, extremeñas, andaluzas… Ya no son sólo una costumbre oral y práctica: se convierten en patrimonio culinario escrito.
Un mapa mínimo de migas en la España actual
Si hoy alguien pregunta “¿de dónde son las migas?”, la respuesta honesta sería: de muchos sitios a la vez. A grandes rasgos, conviven:
Migas de pan: las más difundidas, asociadas a Castilla-La Mancha, Extremadura, buena parte de Andalucía, Aragón, Murcia…
Migas de harina o gachasmigas: típicas del sureste (Almería, Granada oriental, Murcia, zonas de Alicante), donde se trabaja una masa de harina, agua y aceite que luego se va rompiendo en la sartén.
En unas zonas mandan el ajo, el aceite de oliva y el pimentón; en otras, los pimientos verdes, la panceta, el chorizo o incluso ingredientes de acompañamiento como las uvas frescas o los higos secos.
En la práctica, las migas se han desplazado de desayuno o comida casi diaria, a plato de ocasión (matanza, fiestas de pueblo, jornadas de caza, reuniones familiares), y de ahí al formato actual de ración o tapa en bares y casas de comida.
No faltan concursos de migas, jornadas temáticas y fiestas en las que una enorme sartén sirve de excusa para reunir pueblo, turismo y reivindicación de “lo nuestro”.
Qué nos cuentan las migas sobre nosotros
Mirar la historia de las migas es mirar, en pequeño, la historia de la alimentación en la península. Dicen varias cosas incómodas y bonitas a la vez, como que el pan fue algo muy serio.
Hoy ‘pan duro’ puede sonar a molestia, pero durante siglos fue patrimonio. El pan representaba trabajo, tierra, clima, y las migas son la prueba de que ese pan no se despreciaba aunque pasaran los días.
La pobreza dejó platos que ahora se consideran identidad. Lo que se creó para llenar estómagos con poco, se reivindica hoy como “plato típico”, se viste de bandera regional y se pasea por ferias gastronómicas.
La cocina de aprovechamiento no es una moda nueva. Antes de que habláramos de sostenibilidad o de desperdicio alimentario, ya existía una gramática completa de cómo rescatar alimentos. Las migas son una lección de economía doméstica con siglos de práctica.
Un mismo gesto admite infinitas versiones.
Pan migado + grasa + fuego. A partir de ahí, cada territorio y cada casa ha hecho su interpretación: con o sin pimentón, con más o menos ajo, con uvas, con sardinas, con embutido, con huevo frito coronando la sartén, con pan de trigo, de maíz o mezclas.
Al final, seguir el rastro de las migas es seguir el rastro del pan y de quienes lo han trabajado, comido y defendido generación tras generación. Este primer viaje se ha quedado en la historia larga, en el origen andalusí y en cómo ese gesto de freír pan en grasa pasó de las mesas acomodadas al fuego humilde del gañán.
¿Pero cómo son realmente las migas de cada paisaje?
En la próxima entrega, exclusiva para suscriptores, titulada “Migas: Un mosaico geográfico y social en España”, bajaremos a la sartén concreta: veremos qué migas se comen en cada provincia, cómo cambian según el pan, el clima y el calendario (de matanza, de vendimia), y qué secretos cuenta cada variedad sobre la vida que tiene a su alrededor.
No te pierdas la segunda parte y el mapa completo de este plato imprescindible. Únete para seguir el viaje.
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